Emmanuel
A veces las palabras pierden su referente real, se quedan huecas como cáscaras rotas. Damos los buenos días y se comenta el tiempo, como si dar los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches fuera lo mismo que dar el parte meteorológico. Y no; lo que hacemos es desear que el otro o los otros tengan un buen días, una buena tarde, una buena noche. Es una expresión de benevolencia, no la información del tiempo.
Lo malo, sin embargo, no es que las palabras se queden huecas; lo malo es que nuestro espíritu –el alma de las palabras– se quede vacío, incapaz para descubrir el sentido de las cosas. Por ejemplo: estos días llegan felicitaciones de Navidad que podrían valer igual para un cumpleaños, una boda o un divorcio. Muchos han perdido el sentido de esta celebración cristiana, unos por falta de fe y otros por falta de cabeza, o de corazón.
Si el consumismo ha inundado nuestros deseos es porque ha encontrado espacios vacíos. Estamos hechos para el infinito, solo nos sacia el todo. Y lo que estamos celebrando es precisamente la presencia del Infinito entre nosotros, la cercanía de Dios que se hace hombre. “Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría excluyendo a todos los demás, habría entre Él y yo algo así como un lazo de sangre, y no tendría vida suficiente para demostrarle mi agradecimiento”: así habla Sartre el ateo por boca de su personaje Barioná. Pues bien, María, José, los pastores, los magos… tuvieron la experiencia de “un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive”.
¡Feliz Navidad!
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