domingo, 20 de marzo de 2022

Calidad... ¿Qué calidad?

Modelos de calidad en educación

Desde la óptica de profesor mi opinión sobre la implantación de modelos de calidad en los centros educativos se puede condensar en dos ideas:

1) esos modelos fomentan el espíritu de evaluación y eso es bueno;

2) esos modelos no tienen en cuenta lo esencial de la educación y en consecuencia la calidad a que se refieren no es verdaderamente la de la educación.

Estoy oyendo hablar de educación de calidad y enseñanza de calidad desde que empecé a trabajar como profesor. Ciertamente, hasta hace unos años “calidad” era una palabra talismán que utilizábamos para pedir aumento de sueldo, mejoras en nuestra situación laboral, la disminución del número de alumnos por aula o la disminución de horas lectivas del profesor. Ahora el contexto es diferente. La necesidad sentida en el ámbito empresarial de establecer procedimientos para determinar la calidad de los procesos de producción y planificar mejoras ha llevado a la consolidación de distintos modelos de evaluación y de sistemas de certificación o acreditación de la calidad que posteriormente se han trasladado al ámbito escolar.

¿Tiene sentido aplicar estos modelos en los centros educativos? ¿Hasta qué punto un centro escolar es asimilable a una empresa? ¿La aplicación de un modelo de calidad mejora realmente los resultados educativos del centro? ¿Obtener un certificado garantiza la calidad educativa de un centro escolar? Para responder a estas preguntas hay que considerar un dato significativo: los modelos de calidad dan por supuesto que la mejora de los procesos implica una mejora de los resultados. Ahora bien, no es igual una industria que una empresa de servicios, por ejemplo. En un caso, la calidad de los resultados depende esencialmente de la calidad de los procesos de producción. En el otro, además de la técnica hay que tener en cuenta otros factores más etéreos, más difíciles de cuantificar y por tanto de medir: las relaciones personales con los clientes, el ambiente de trabajo, la capacidad de iniciativa de los empleados, su creatividad, su implicación en los objetivos de la empresa, la confianza del público en la marca, el efecto del marketing...

En la enseñanza hay indudablemente un componente técnico, pero el resultado (la educación) no depende esencial ni principalmente de él. Está en primer lugar la educación familiar: cómo llegan los alumnos al centro y cómo se implican los padres en la colaboración con los profesores. Después, hay que tener en cuenta las condiciones del centro, sobre todo si tiene un buen proyecto educativo y curricular que oriente realmente la vida escolar, es decir, que cuente con la implicación del profesorado en el proyecto. Tampoco se pueden olvidar los condicionantes externos, como el entorno socioeconómico en el que se mueve. ¿Puede extrañar que muchos profesores veamos con escepticismo la aplicación en nuestros centros de modelos de calidad que no terminan de ajustarse a las peculiaridades de nuestra “empresa” y a su complejidad?

Pocas empresas disponen de una regulación tan exhaustiva de su actividad como los centros educativos; regulación de su organización, del proceso de admisión de alumnos, de la toma de decisiones en función de las competencias de cada cual, del número mínimo de reuniones de cada órgano, de los contenidos y de los procesos de la enseñanza: tenemos reglamentado el PEC, los PCC, la PGA, el PAT, el POE, el RRI, las Programaciones Didácticas de los departamentos, las Memorias... Si nos tomamos en serio todo esto; si no reducimos los instrumentos de programación y planificación  a trámites burocráticos, sino que los asumimos como medios útiles para mejorar nuestra acción educativa, ¿hacen falta equipos de mejora? ¿No nos basta, además de nuestra propia organización, con los órganos de la administración educativa, en especial el Servicio de Inspección Técnica y de Servicios?

Me temo que la insistencia en los procesos nos haga perder de vista lo esencial. Además de que los profesores podemos acabar hartos de rellenar papeles – evaluando reuniones, por ejemplo, reuniones que son simples medios – hay que evitar perder de vista los fines: enseñar bien, que los alumnos aprendan y, sobre todo, colaborar con los padres en la educación. Un imaginario centro de formación de delincuentes podría obtener un certificado de calidad en atención a su correcto funcionamiento y el éxito de las enseñanzas impartidas. ¿Quién y cómo valora los fines – el proyecto “educativo” -?  No parece que la satisfacción del “cliente” sea suficiente. Las encuestas dicen que los padres de los alumnos de este país están mayoritariamente satisfechos con el sistema educativo, mientras los profesores nos quejamos del sistema, de los padres y de los alumnos. ¿Cómo medir objetivamente las diferentes percepciones subjetivas de unos y de otros?
Sin duda el auge de la implantación de modelos de calidad está contribuyendo a eliminar inercias y a crear en los centros docentes una cultura de la mejora permanente. Especialmente subrayaría a este respecto un beneficio claro: el haber despertado la conciencia de evaluar el funcionamiento del propio centro, de sus órganos de gobierno y de participación, etc. Pero esto, siendo importante no es lo esencial; el fondo de la cuestión, a mi entender, estriba en definir “calidad de la educación”, esto es, en definir “educación” y por tanto en esclarecer qué entendemos por “el pleno desarrollo de la personalidad del alumno” (artículo 1.1 de la LOGSE, en vigor) y “la formación personalizada, que propicie una educación integral en conocimientos, destrezas y valores morales de los alumnos en todos los ámbitos de la vida, personal, familiar, social y profesional” (artículo 2.3 de la LOGSE, en vigor). Evidentemente, la administración educativa no es la que tiene que determinar de qué valores morales estamos hablando; y en la sociedad no existe consenso: ésa es, me parece, la limitación fundamental de cualquier modelo de calidad que quiera implantarse en un centro educativo.

(Publicado en la revista del Consejo Escolar de Navarra Idea, nº 18, 2004)

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