lunes, 28 de marzo de 2022

Polvo en el viento

 Quizás los jóvenes lo estéis viviendo de otra manera, pero los menos jóvenes vivíamos hasta ayer convencidos de que la guerra era algo que ocurría en otros continentes.  La caída del imperio soviético había sellado la garantía de una paz perpetua en Europa. Así lo creíamos. Solo la presencia de tropas españolas en el campo de batalla o sus aledaños (en Afganistán, por ejemplo) nos acercaba por un tiempo la realidad brutal de la guerra, realidad que procurábamos olvidar enseguida.

Llueve sobre mojado. Llevamos dos años preparándonos para la sorpresa. Tampoco nos esperábamos una pandemia de las dimensiones que está teniendo la Covid-19. A la gripe nos habíamos acostumbrado. En cambio, los confinamientos, las mascarillas, las restricciones en la celebración de actos públicos son cosas nunca vistas en nuestra vida.

Las calles vacías se llenaron de miedo y las casas de soledad. Los «otros» sufrieron un fenómeno de despersonalización: pasaron a ser vistos como posibles agentes de contagio más que como personas con las que relacionarse. La desaparición del rostro tras la mascarilla contribuyó a esa despersonalización. Ojalá sea un proceso reversible.

Pandemia y guerra. ¡Qué sensación de vulnerabilidad! Viene de lejos: vivimos (o vivíamos) como si no fuéramos a morir nunca. Durante la pandemia se han escondido los cadáveres; pero eso es algo que ya veníamos haciendo cotidianamente en los tanatorios. Y, de repente, nos hemos tropezado con la muerte al doblar la esquina.

¿Aprenderemos algo de estos sucesos dramáticos o los enterraremos en el olvido? ¿Nos tomaremos la vida en serio (que es la única manera de vivirla con alegría) o seguiremos instalados en la superficie sin profundizar en su sentido, sin hacernos las preguntas clave?

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