¿Qué es lo natural?

“Natural” y “antinatural” son términos que usamos como sinónimos de bueno y malo. Lo natural es bueno, lo antinatural malo; pero ¿qué es natural y qué es antinatural? Una primera respuesta sería la de la conciencia vulgar, la que se viene a la cabeza de cualquiera sin mayor reflexión: lo natural es lo normal, es decir, lo que se hace habitualmente, o lo que ha sido siempre, lo que siempre se ha dicho o siempre se ha pensado.

En una sociedad estable y culturalmente homogénea ni se plantea la cuestión. Todo el mundo da por sentado que lo normal es lo que está bien. Otra cosa es lo que ocurre cuando esa sociedad entra en contacto con otras culturas y otras costumbres, o cuando en su propio seno se encuentran tradiciones o culturas distintas. Lo que antes ni se cuestionaba se convierte ahora en problemático: ¿quién tiene razón?, ¿qué es mejor?, ¿todo vale?, ¿todo está bien?

En la era de globalización y del multiculturalismo estas cuestiones se han hecho presentes con una fuerza tremenda. ¿Hay culturas superiores e inferiores? ¿Hay criterios objetivos para medir el valor de una cultura, de una visión del mundo, de unas costumbres? La «humorada», teñida de desengaño, de Campoamor: «En este mundo traidor, / nada es verdad, ni mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira», se ha convertido hoy en una convicción «seria» y de una evidencia palmaria. Quien se atreve a negarlo sólo puede ser un intolerante antidemócrata.

Pensar que por encima de las mayorías hay una verdad y un bien objetivos, que debemos aceptar y a los que debemos adecuar nuestras acciones se considera una forma de dogmatismo, incompatible con la democracia. No hay criterios ni normas objetivas, pero, como es necesario gestionar la convivencia de alguna manera, aquí y ahora se impone tal o cuál cosa porque es lo que dice la mayoría o quien la representa, o porque así está en la ley. El consenso de la mayoría es la única fuente de la verdad moral.

Ya en la antigüedad algunos pensadores defendieron la ley del más fuerte como lo único natural; así rige entre los animales, y el hombre es un animal más. Las normas jurídicas y morales son una imposición del más fuerte, es decir, de quien gobierna. Como esta formulación resulta dura, se presenta como consenso o como voluntad general y se vuelve comestible. Otra opción que también se encuentra en la filosofía antigua es la de considerar la ley del placer como ley natural; el bien es lo placentero, cada cuál sabe qué es lo que le agrada y, por tanto, lo que tiene que hacer. La misión de quien gobierna es garantizar que esto se haga sin conflictos: que cada uno haga lo que le dé la gana, siempre que no ejerza violencia sobre los otros. En ambos caso se afirma que no existe un bien objetivo, que no hay nada que sea bueno siempre y para todos.

Más allá del bien y del mal

Ciertamente esta posición tiene su atractivo, porque parece exaltar la libertad, respetando a todos. La cuestión, sin embargo, es si es la verdad… Se puede defender teóricamente que lo que cada uno elige es bueno, precisamente por haberlo elegido, de manera que siempre se acierta, no cabe error. ¡Qué suerte!… si no fuera porque hay que tomar decisiones y lo experimentamos dramáticamente, porque tememos errar; y porque tenemos experiencia del fracaso y del arrepentimiento. Y esto sólo significa una cosa: que la voluntad no es la medida de sí misma, que no basta con querer algo para hacerlo bueno, sino que hay otros criterios a los que la voluntad debe someterse cuando hay que hacer una elección.

Si fue Nietzsche quien defendió con mayor ímpetu la superación de las nociones de bien y mal, ha sido Sartre tal vez quien ha descrito de manera más descarnada las consecuencias de esa posición. El hombre comienza por ser nada, aparece en el mundo y proyecta lo que va a hacer de sí mismo. «Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien». El hombre es libertad, y, en consecuencia, está solo, sin excusas, abandonado y desamparado: «está condenado a ser libre», a inventar a cada instante al hombre, sin ninguna referencia objetiva. Pero lo que elegimos para nosotros, lo elegimos para la humanidad entera. No podemos, de buena fe al menos, actuar de una manera y no querer al mismo tiempo que los demás hagan lo mismo.  De ahí que la situación «normal» del hombre, ante la enorme responsabilidad que recae sobre nosotros, sea la angustia. (Parece que la mala fe abunda; la mayoría de la gente opta por narcotizar la conciencia a base de atolondramiento y drogas. La angustia es para las élites.)

Son Nietzsche y Sartre también los que pone las cartas sobre la mesa. Para comer los frutos del árbol del bien y del mal hay que matar al señor de la viña. Con la muerte de Dios desaparece toda posibilidad de encontrar valores objetivos, «no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir (…). Dostoievsky escribe: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”». Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea, le dota de una naturaleza, esto es, le da una definición y unas leyes que rigen su existencia. «El hombre, (…) si no es definible, es porque empieza por ser nada. Solo será después, y será tal y como se haya hecho. Así pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla».

Si no hay Dios, no hay naturaleza humana; si no hay naturaleza humana, somos absolutamente libres; nos damos las leyes a nosotros mismos, no dependemos de nada ni de nadie: esa es la noción moderna de autonomía moral. No podemos elegir nuestro propio nacimiento, pero sí podemos decidir engendrar o no, de una manera o de otra, y según qué condiciones. Elegimos la vida que queremos vivir, pero decidiendo en cada momento seguir o retroceder, empezar una nueva vida o terminar definitivamente con ella. Podemos elegir la orientación sexual y el aspecto físico; si la biología se resiste a la voluntad, la técnica nos ofrece cada día más oportunidades de modelar el cuerpo a nuestro gusto. Estamos en nuestro derecho. Ya había avisado Kant que la voluntad es ley para sí misma. La voluntad es Dios.

La condición de criatura

Pero podemos recorrer el camino inverso: en el mundo hay leyes (físicas, químicas, biológicas, etc.), luego existe Dios. Las leyes que rigen el mundo material son parte del plan de Dios creador, lo que san Agustín llamó ley eterna. El hombre, como ser corpóreo, está sometido a esas leyes; pero, como ser espiritual (inteligente y libre), está también sometido a otro tipo de leyes, las morales, leyes que debe cumplir por medio del conocimiento y la libre voluntad.

El hombre no es un ser arrojado al mundo, desamparado, abandonado a la angustia existencial. El hombre es criatura de Dios, engendrado por amor para alcanzar su plenitud y ser feliz. Como viera Platón, Dios es a la vez origen y fin último de todo. Habría que decir: es el fin de todo precisamente por ser el origen. En todo lo que ha creado ha puesto una inclinación al bien, a la perfección propia, que en el hombre, imagen de Dios, es un movimiento dirigido a Él mismo, Bien infinito. Esto es lo natural primario en el hombre: el apetito de Dios.

Según el pensamiento de santo Tomás, todos los bienes que queremos los queremos en cuanto que se ordenan al Bien; dicho de otra manera, cuando queremos un bien, queremos en última instancia el Bien, buscamos a Dios. Esa voluntad natural de Dios es justamente lo que hace rectos nuestros deseos, ordenados, buenos moralmente. Es voluntad natural porque no es fruto de una elección libre, sino de la orientación necesaria de la naturaleza humana: viene con el ser humano «de serie». Y de serie nos viene también su conocimiento, lo que santo Tomás llama razón natural o sindéresis, que constituye la base de la conciencia moral. El resultado es primer precepto moral, el primer principio práctico: «Hay que hacer y procurar el bien y evitar el mal».
 
Ahora bien, ¿cómo sabemos qué es bueno en concreto? También forman parte del equipamiento de serie de los humanos determinadas inclinaciones o tendencias, que manifiestan el plan de Dios para nosotros: inclinaciones a los bienes necesarios para la conservación de la vida y para su extensión (lo relativo a la procreación y a la crianza de los hijos), y sobre todo (porque son más específicas del hombre), las inclinaciones al conocimiento de la verdad y a la convivencia social. De ahí que la mayor parte de nuestros deberes naturales sean deberes de justicia: los diez mandamientos, preceptos que el hombre es capaz de comprender inmediatamente, y que derivan de dos preceptos evidentes y fundamentales: que hay que amar a Dios y al prójimo. ¡Esto es lo natural, este es el núcleo básico de la ley natural!

Lo que entendemos por ley natural está constituido, por lo tanto, por tres elementos: las inclinaciones naturales a los distintos bienes humanos, la voluntad natural del Bien, y el conocimiento natural que tenemos de ello. Si este conocimiento no tiene toda la evidencia que le corresponde es por culpa del oscurecimiento de la razón producido por el pecado. Incluso si una persona mantiene la rectitud de conciencia, le será muy difícil captar la verdad de lo natural, si se educa en un ambiente de costumbres contrarias a la ley natural. Por otra parte, los preceptos de la ley natural se van haciendo menos evidentes a medida que se van concretando. Que hay que hacer el bien y evitar el mal es evidente en absoluto. Que hay que amar a Dios y al prójimo es evidente en sí mismo, pero no para todos; es fácil, por ejemplo, caer en el error de pensar que el prójimo es sólo un determinado grupo de personas (el clan, la tribu, etc.). Hay otros preceptos que sólo son manifiestos a los sabios, dice santo Tomás, porque requieren más reflexión y consideración (por ejemplo, el que ordena honrar a los ancianos), y otros que conocemos por la enseñanza del mismo Dios (por ejemplo, «no tomarás el nombre de Dios en vano»).

La ley natural, raíz de la felicidad personal y de la justicia social

El respeto de la ley natural no es una cuestión menor, ni en el plano individual ni en el social. Ante comportamientos de una persona que nos resultan antinaturales o anormales (o, al menos, chocantes) se suele decir: «¡Si es feliz así!» Esa es la cuestión: que no se puede ser feliz de cualquier manera, al margen de Dios y de su voluntad, manifestada en la ley natural. Porque sólo Él, Bien infinito, puede saciar la sed de felicidad, y a Él sólo se llega por su luz. De la misma manera que el cuerpo no se nutre de alimentos imaginarios, o soñados, por mucho que uno se empeñe, tampoco la persona se nutre de bienes irreales o falsos, por mucho que uno mismo los haya elegido. Sólo bienes verdaderos perfeccionan la humanidad y nos conducen a la felicidad por el camino de la plenitud personal.

En cuanto al plano social, el Santo Padre ha tenido la oportunidad de recordar, en su discurso ante la asamblea general de la ONU (18 de abril de 2008), que los derechos humanos «se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones». De ahí su carácter universal, porque la persona humana, sujeto de esos derechos, también lo es: una naturaleza humana común a todos los seres humanos es el único fundamento que garantiza la libertad y dignidad del hombre, de todo hombre. Los derechos humanos «son el fruto de un sentido común de la justicia», el mismo sentido común de la justicia que constituye el meollo de los diez mandamientos, «basado principalmente sobre la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos».

Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, como fruto de un consenso refrendado por normas y apoyado en la fuerza coercitiva, «los derechos, decía el Papa, corren el riego de convertirse en proposiciones frágiles», que se respetan si el legislador quiere respetarlos o encajan con los intereses de los poderosos. «El respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamas internacionales.» El origen de la Declaración Universal de los Derechos Humanos está, como recuerda Benedicto XVI, en «la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre».

Si queremos de verdad evitar que la humanidad vuelva a encontrase en situaciones semejantes a las que hemos vivido en el siglo XX, no podemos, decía el Papa, retroceder hacia un planteamiento pragmático, de mínimos, cediendo a «una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podría variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos». Esta «mísera perspectiva utilitarista» no sirve para garantizar la salvaguardia de la dignidad humana, que se funda en la dignidad de su origen, Dios, y en su plan eterno para nosotros manifestado en la ley natural.

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